sábado, 24 de abril de 2010

"Deliciosamente vulnerable" cap 35

Flavia no podía dormir pensando en la cesárea. Aquella cosa que se movía en su vientre iba a obligarla a entrar en un quirófano, pero no como enfermera, sino como enferma. Las imágenes de aquella catarata de sangre cayendo de entre sus piernas volvían a su mente una y otra vez. Los gritos de los miserables de la salita de Ingeniero Bunge todavía resonaban en sus oídos. No había dinero para calmantes en su mundo. No existía calmante alguno que hubiera podido mitigar el dolor de Flavia cuando el Dr. Pérez Prado le dijo que la iba a dejar para volver con la yegua de su esposa... Otra vez estaba desesperada. Aquel tibio recreo que había tenido al llegar a Mendoza, las primeras vacaciones de su vida, había llegado a su fin. Ahora sólo la esperaba el dolor.

Buscó el arma que había quedado enterrada en el fondo de la valija, la tomó entre sus manos, y por fin pudo dormirse. Tenía la tranquilidad de que al iniciar el próximo día, un solo tiro iba a poder liberarla de sus penas.

Fue un largo sueño, poblado de pesadillas. Soñaba que el Dr. Pérez Prado le hacía el amor, como antes. Sentía la dulzura de sus palabras al oído... Pero de repente era “el papi” llamándola “m’hija”, y ella miraba, y de entre sus piernas aparecía “la cosa del viejo”, y cuando él la sacaba empezaba a asomar una cabeza sanguinolenta que se movía y la llamaba “mamá”.Flavia intentaba gritar, pero no podía. Quería arrancar aquel monstruo de su interior, pero no lo lograba... Y después sólo estaba ese terrible dolor en el vientre...Fue ese mismo dolor el que la despertó.

El parto ya se había iniciado.


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Mariana abrió los ojos. Los pasos apurados que se oían en el pasillo la habían hecho despertar. Era un recuerdo de su infancia que todavía la hacía estremecer: esa agitación nunca anunciaba algo bueno. La había escuchado cuando se habían metido los chicos del industrial totalmente borrachos. También el día del robo. E, invariablemente, cuando sucedía la muerte de alguien en el Convento.

Se vistió a los apurones y, sin preguntar a nadie, corrió hasta la habitación de Flavia. El sencillo camastro estaba vacío, y su corazón se paralizó.

—Está en la enfermería —le anunció la Hermana Clara, a su espalda—. Acaba de llegar el doctor y dice que no hay tiempo para traslados... Flavia quiere que vayas.

Mariana sintió que la habitación giraba y creyó que sus piernas no iban a sostenerla. ¡El momento había llegado! Cerró los ojos, respiró profundo, y echó a correr, y sólo se detuvo cuando los gritos de Flavia volvieron a paralizarla.

La Hermana Clara abrió la puerta de la precaria enfermería. Era evidente que la futura sufría más por el miedo que por el dolor, y Mariana se compadeció de ella. Volvió a respirar profundo, entró, y tomó el lugar en la cabecera, sosteniendo la mano de Flavia, tratando de tranquilizarla. Vió sin ver al doctor, que sudaba preocupado, y que sin decir palabra permanecía a los pies de la cama, atento al bebé. Tampoco quiso ver el instrumental, de seguro para los fórceps que el médico preveía. Y, por fin, ignoró también la sangre y el escalpelo que aquel hombre mayor tan hábilmente estaba esgrimiendo. En ese momento usó la misma concentración que le era tan útil al estudiar, para atender a Flavia, para calmar su dolor, para mitigar su ansiedad. Lo único de aquel día que iba a recordar después, iba a ser al bebé saliendo de entre las piernas de su madre, blanco, callado, inerte. La imagen del doctor llevándolo a la otra sala, todavía envuelto en la placenta, y cerrando la puerta tras él. Su propia oración, bautizando al recién nacido, nombrándolo Fernando Pedro, como los dos únicos hombres que le habían importado de verdad: su padre, y su gran amor.

Recordaba vagamente el haber llorado por aquel bebé. Pero lo que nunca se le iba a olvidar, por el resto de su vida, fue la profunda alegría que sintió al escuchar el llanto de “su hijo”, y las palabras emocionadas del doctor: ¡vive!


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Sentado en aquel lugar de moda, Pedro no podía dejar de pensar que estaba harto de escapar. Ya no era dueño de su propia casa. Cada objeto en ella le recordaba a Mariana. Cada habitación estaba poblada de su presencia. Era algo que un día iba a tener que superar. O se mudaba, o generaba nuevos recuerdos. Y en días como aquel se sentía particularmente solo.

Volvió a tomar una copa de champagne. La última. Levantó la botella y la miró al trasluz para cerciorarse deque estuviera vacía... Y entonces la vio.

Deslizándose como un gato, su largo pelo rubio cayendo hasta la cintura. Desde lejos podía saberse que era una artista. Lo decía su ropa, liviana y con un ligero aire a los años setenta, sus collares, sus sandalias, que acompañaban a sus pies delgados en ese andar sereno que lo había deslumbrado.

La vio sentarse y observó su perfil. Su nariz prominente, sus labios sensuales, sus ojos verdes y felinos. Aguzó el oído y pudo deleitarse con aquella voz ronca a fuerza de tabaco. Era una mujer menuda, pero a pesar de eso exudaba voluptuosidad.

Se imaginó haciendo el amor con aquella belleza y sintió su sexo reclamar. Era su oportunidad... Por supuesto que él estaba allí acompañado, y que la dama en cuestión se estaba besando con otro, pero eso no significaba nada para un Lanzani.

La hora de crear nuevos recuerdos había llegado.


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La mañana había sido larga y difícil. El doctor se había llevado al bebé al sanatorio. Consideraba el hecho de que estuviera vivo como un verdadero milagro, así que, emocionado, había decidido hacerse cargo de los gastos de la terapia intensiva que requería. Flavia estaba bajo los efectos de los calmantes y dormía al fin.

Mariana había pasado un par de horas en la Capilla, rezando por la vida de aquel hijo que parecía querer escapársele. Casi al mediodía, exhausta, la muchacha decidió entregarse sin más a la Voluntad de Dios, y se dirigió a su cuarto para dormir, los ojos rojos por el llanto. Y entonces la vio. O la imaginó, no lo supo precisar. Era una nenita con pelo negro, de unos cinco años, llorando en el piso frío del Convento. Era como ella misma, hacía tanto tiempo atrás... Reconocía ese llanto: era de un dolor profundo.

Sin saber si era real o una fantasía, fruto de su cansancio, Mariana corrió a levantarla y la acunó entre sus brazos. La nenita se acurrucó, dejó de llorar, y comenzó a chuparse un dedo, como predisponiéndose a dormir.

—Está un poco sensible —explicó la hermana Clavelina, a su espalda—. Es que perdió a su mamá hace pocos meses... —Y diciendo esto se la quitó suavemente a Mariana y la tomó en sus brazos para llevarla a la sala común.

La joven no podía dejar de observarla, conmovida. Al notarlo, la hermana creyó saber el motivo.

—Te imaginás quién es, ¿no?

Ella negó con la cabeza, confundida.

—Es la hija de José Luis.... ¿Cómo? ¿No sabías que su esposa murió en abril?


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Cuando Mariana era chica, el colegio de las hermanas no era mixto. Por el contrario, las aulas estaban habitadas por mujeres que las llenaban no sólo de inteligencia y aplicación, sino también de celos, envidias y aquella crueldad femenina, tan refinada e hiriente. En medio de aquel mundo de mujeres, Vanina Reyes era la reina. Hija de una de las familias más ricas de la provincia, dueños de una de las mejores bodegas, lo tenía todo: gran inteligencia, excelente memoria, sorprendente belleza... Y aquello que no tenía, su madre se encargaba de comprarlo: clases de baile, música, natación, tenis... Y por supuesto, el mejor complemento de una mujer: ropa, mucha ropa. Lo que hiciera falta para que su hija fuera la más popular. Y en verdad lo era. Todos admiraban a Vanina...Y Vanina admiraba a Mariana.

Ella no ignoraba que, a pesar de que sólo se vestía con uniforme de colegio, (las hermanas consideraban un desperdicio el gasto en ropa), la otra la superaba ampliamente en hermosura. Y si bien Vanina siempre había sido abanderada, el último día del último año, cuando por fin Mariana tuvo ese honor, el salón de actos se vino abajo por la ovación cerrada de padres y alumnos. Y había sido la misma Vanina la que había iniciado el aplauso. Y es que todos querían a la pobre huérfana, criada entre las monjas, y además sabían que era por mucho la verdadera merecedora de la bandera, pero nadie se había animado en un principio a vivarla, por respeto a la poderosa familia Reyes. Pero había bastado el aplauso sincero de Vanina para que los demás dieran rienda suelta a la alegría por las dos amigas.

Y es que Vanina y Mariana se habían convertido durante la secundaria en amigas inseparables. Era ella la que la ayudaba a Mariana a escaparse para ir a bailar, la que le prestaba ropa, la que la llevaba a esquiar durante las vacaciones de invierno. A cambio Mariana escuchaba sus penas de amor, le explicaba matemáticas y le enseñaba los pasos de moda. Durante las horas de clase, Vanina imponía su tiranía a las demás compañeras, pero al llegar la tarde, dejaba a un lado su corona y vagaba con su buena amiga por reinos que sólo las dos conocían.

Una envidiable amistad nacida al fin de la primaria. Más precisamente, el día del último acto escolar. Aquel día Vanina había sido abanderada y protagonista en una pequeña representación sobre la escuela en la época de la colonia. Su disfraz era, como siempre, maravilloso. Su pelo, naturalmente lacio, caía en un ramillete de tirabuzones logrados a fuerza de dinero y paciencia. Era la más hermosa y todos la admiraban. Todos menos el hijo de la profesora de historia del colegio. Aquel muchacho rubio y de ojos celestes, ya casi a punto de finalizar el secundario, con un pelo endiabladamente rizado y la piel tostada por tantas horas de deporte al aire libre; aquel chico deseado por todas, en ese mundo cerrado de mujeres; él sólo tenía ojos para la pequeña nenita que había dado el discurso inicial. Lo habían atrapado su mirada, su desenvoltura, su gracia. Lo había desmoralizado un poco que pareciera tan chiquita, pero también eso lo había encantado: su aspecto frágil, esa apariencia de necesitar protección inmediata. Y al verla allí, parada junto al micrófono, luciendo el horrible uniforme del colegio, él supo que quería protegerla.

Aquel día, el último día del último año de la primaria, José Luis Vázquez supo, en el fondo de su corazón, que se había enamorado de Mariana Esposito.


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No fue sino hasta mediados de primer año del secundario que José Luis se le declaró a Mariana. Por supuesto tuvo que recurrir a la mediación de su fiel amiga Vanina, y fue ella misma la que convenció a la otra de aceptarlo.

Juntos los dos, aquel muchacho de dieciocho años, y más de un metro ochenta de altura, y la nenita de trece, que apenas superaba el metro cincuenta, hacían una extraña pareja. Pero al verlos bailar incansablemente, trepando montañas, cabalgando, o leyendo a la sombra de un árbol, se pensaba que habían nacido para estar juntos.

Durante los primeros años de noviazgo, y bajo la atenta vigilancia de las monjas, todo había transcurrido como una amistad, matizada por uno que otro beso furtivo. Pero, ya casi finalizaba el tercer año, y mucho después que sus compañeras, el cuerpo de Mariana comenzó a adquirir las características del de una mujer. Una espléndida mujer.

José Luis fue el primero en notar cada una de esas diferencias. Parecía más inquieto y celoso. Pero, aparte de eso, nada resultaba distinto en aquel noviazgo tan controlado por todos. Sólo cuando Mariana inició el quinto y último año, él comenzó a hablar de matrimonio e hijos. Quería que para el fin de aquel verano fuera su mujer.

La madre entendió perfectamente el apuro de su hijo así que, a pesar de que aún le faltaban dos años para recibirse de ingeniero, comenzó a preparar todo para la boda. Incluso compraron un pequeño departamento en la ciudad para la nueva pareja. Las hermanas también estaban de acuerdo. Mariana quería inscribirse en una carrera allí, en la Universidad de la zona. Eso las llenaba de orgullo, pero también de temores. La chica iba a gozar de más libertad, y ninguna de ellas ignoraba el poder de la carne: “El hombre es fuego, la mujer estopa. Viene el diablo y sopla...”, no se cansaba de repetir la hermana Angelina. En cambio Mariana no tenía en cuenta los soplidos del diablo. Aquello no era un problema para ella. Pero sí la atraía el tener, al fin, una familia. José Luis era un hombre con el que se sentía muy cómoda, en el que podía confiar, y que la amaba. Y además era muy buen mozo.

Lo tenía todo: era el marido ideal.


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Las hermanas tenían múltiples obligaciones con toda la sociedad cuyana. Gracias a ellos podían llevar adelante su pequeño emprendimiento de comidas para fiestas, en el que Mariana había participado desde los diez años. Ese dinero extra les había permitido dar cabida en su escuela a chicos pobres del Gran Mendoza, brindándoles también a ellos la excelente educación por la que tenían tanta fama. Además lograban financiar la pequeña salita y enfermería, donde se impartían gratuitamente las vacunas que los gobiernos negaban, pero que eran tan necesarias al arreciar la pobreza. Todas aquellas obras, y muchas más, eran logradas a fuerza de una actitud “política” de las hermanas, que no era precisamente la que más les agradaba, pero que era necesaria para poner de su lado a aquella gente de corazón duro.

Por eso cuando Mariana habló de comprometerse en diciembre y casarse en marzo, las hermanas vieron aquella fiesta como una forma de establecer y renovar vínculos con la clase acomodada. Todos recordaban y estimaban a aquella nenita simpática y hermosa que había servido sus mesas, preparado sus comidas, e incluso mediado en algún ataque de nervios ocurrido durante sus fiestas. Así que estaban felices de participar y ser halagados con los exquisitos manjares de las hermanas. Se esperaba acomodar más de doscientas personas en el Convento, (los padres del novio corrían con los gastos)Cuando apenas faltaban dos días para el gran festejo,(Mariana había estado cocinando desde hacía cinco), apareció José Luis en la noche, preguntando por ella. Era algo fuera de toda regla pero, como excepción, la Hermana Clara había permitido la extraña visita. Por primera vez los había dejado solos en su despacho. Algo desencajado, José Luis había sido el primero en hablar:

—Mirá, Mariana, no pensaba decirte esto hasta después del compromiso. Sé que la fiesta te está dando mucho trabajo y no quería agregarte una preocupación más, pero... No quiero que alguien te vaya con el chisme... Tenés que saber que te quiero con toda mi alma, que lo único que espero es casarme con vos cuanto antes... Que esto no nos afecta en nada a nosotros... Al contrario, nos va a volver más fuertes.

—Me asustás... ¿Qué pasa?

—Vanina está embarazada.

Al escucharlo, Mariana, sacudida por la noticia, conmocionada, había formulado la pregunta más estúpida de toda su vida. Aquella que demostraba su gran inocencia y confianza.

—¿De quién?

Por toda respuesta José Luis se había limitado a agacharla cabeza. Y recién entonces Mariana no necesitó más explicaciones. Le había dado la espalda, caminando después lentamente hasta su cuarto, pero sin detenerse. Una vez encerrada allí, desoyendo los ruegos del que hasta entonces había sido su novio, por primera vez dejó de ser una niña. Era ahora una mujer distinta. Desconfiada de sus propios sentimientos y el de aquellos que la rodeaban.

Amargada, y mucho más sola de lo que había estado nunca, ya que ni siquiera la acompañaba la inocencia de su niñez. Esa misma madrugada había partido hacia Buenos Aires, llevando apenas la dirección de una pensión en el barrio de Belgrano, y una carta de recomendación del Convento. Desde entonces, nunca más había vuelto a ver al que casi fuera su marido. Y ahora sabía que nunca más iba a encontrarse con la que había sido su mejor amiga, y cuya traición había llorado tan amargamente.

La vida de Vanina se había apagado. Sólo un destello de sus ojos negros en los ojos de aquella pequeñita que había acunado, se resistía a morir.


Bueno, acá tienen un poquito del pasado de Mariana... y les voy a dar un consejito, porq soy re buena vieron?? "no se preocupen ni por Pedro ni por Jose Luis" me leyeron??? se los vuelvo a escribir??? "no se preocupen ni por Pedro ni por Jose Luis".
Ahora, les tengo una sorpresita... falta poquito para el reencuentro!!! si!!! unos pares de caps...
Bueno me voy... a disfrutar de mi sabado... al fin!!! no tengo facultad!!!! jaja besos chikas!!!!

pd: "Fernando Pedro"

5 comentarios:

Marian Tosh!~ dijo...

yo no me preocupo por ellos, me preocupoo por lali

q se la pasa de sufrimiento en sufirmientoo!

no tiene paz esta chicaa!

besitos

Mikita dijo...

jaja es que la idea es preocuparse por mariana... por eso dije no se preocupen ni por pedro ni por jose luis pero no dije nada de mariana!!!

besos!!!

Ainhoa dijo...

no esperaba ese pasado y lo de la nena, también se hace cargo de ella?

fernando pedro ... me imagino a Peter escuchando ese nombre y pensar lo peor de ella o nose jeje
dos capitulos todabia para un reencuentro?¿ :(
besitos

Ainhoa dijo...

ahora que me doy cuenta , no dijiste dos capitulos ... dijiste unos pares de capitulos!! , esos cuantos son?? jaja

Anónimo dijo...

=( pobrecita, todo lo que ha tenido que pasar... y peter que dice que quiere tener nuevos recuerdos :S
bueno habra que esperar unos caps mas como tu bien has dichoo xD
quierooo mas!!!
Un beso!