jueves, 15 de abril de 2010

"Deliciosamente vulnerable" cap 26

Si Loly hubiera tenido que calificar la primera semana de su nueva existencia hubiera dicho, sin dudarlo, que había sido la más aburrida de todas las de su corta vida.

Vivir con estilo no valía la pena si no había alguien para envidiarlo. Ser una reina era inútil si no se tenían súbditos. Por fin su vida se parecía a la de las mujeres de las revistas, pero sin fotógrafos que la hicieran pública, o sin nadie que la admirara, todo perdía encanto.

Elu la sometía al más completo ostracismo. Le tenía prohibido salir sin su compañía, o comunicarse vía e-mail con nadie, y ella lo obedecía sin discutir, cómo si tuviera cinco años y él fuera su padre.

Tampoco podía cumplir su sueño: ir de compras y que las vendedoras corrieran a atenderla, mientras ella se llevaba el negocio completo. Por el contrario, Elu quería supervisar todas y cada una de las cosas que compraba, y sus gustos eran muy distintos. Y en la cama aún era peor. Eleuterio quería enseñárselo todo. Y Loly le tenía tanto respeto, que era incapaz de contradecirlo, por más asqueroso que le pareciera lo que tenía que hacer o soportar.

En su pueblo, durante los pocos momentos en que había podido escapar a la vigilancia paterna y había llegado un poco más allá con el noviecito de turno, jamás se le hubiera ocurrido pensar que el sexo podía llegar a ser tan sucio y aburrido.

Aburrido, aburrido, aburrido.


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Aquella semana Marana había logrado, por primera vez desde hacía varios meses, mantener las cosas bajo control.

Pedro había cumplido estrictamente con lo pactado. No le dirigía la palabra en el aula, y a la hora de irse emprendían caminos distintos. Luego se reunían en el nuevo garaje en que él estacionaba su auto, a cinco cuadras de la facultad, lejos de miradas indiscretas. Durante el viaje hablaban de sus respectivos trabajos o de cosas de la materia. Y cuando llegaban al departamento de él, lo único que hacían era estudiar Impuestos. Estudiando eran los dos incansables y brillantes, por eso todo se hacía más fácil. Y aquellas largas jornadas de trabajo conjunto habían hecho que cada uno admirara y respetara un poco más al otro.

Después él encargaba algo para comer, cosa que hacían mientras seguían discutiendo algún práctico. Y cuando, bien entrada la noche, él la llevaba de vuelta a su casa, sólo la música sonaba en el auto.

Quién los hubiera visto en aquellos días, hubiera pensado que se trataba de una pareja felizmente casada, con códigos propios, formados por los largos años de convivencia. Con silencios cómodos, en que no se necesitaba hablar para sentirse acompañado.


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Flavia, lejos de engordar por el embarazo, había perdido varios kilos y se veía cada día más demacrada.

Estaba acostumbrada a dormir cada noche con el revólver que había comprado bajo la almohada, y todavía no se decidía si tenía que usarlo para matar a Pérez Prado, a su esposa Clarita, o simplemente hacerle un bien a la humanidad y matarse ella. No tenía valor, (o lo que era lo mismo: no valía nada)

No quería abortar, no quería parir, no quería ir a la cárcel y tampoco quería morirse. Pero cada noche que obsesivamente marcaba el número de la casa del Dr. y la atendía aquella yegua, lo único que le servía de consuelo era sostener el revólver entre sus manos.

Saber que, aunque fuera por una vez, era ella la que tenía el poder sobre la vida de alguien más.


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Otra vez lo había llamado Ana Clara para que se vieran aquella noche, pero Pedro no estaba interesado. Prefería quedarse estudiando con Mariana...

Y pensándolo bien, desde que ella venía a su casa no había vuelto a tener sexo con nadie. Lo curioso era que parecía que no lo necesitaba ¿Acaso la castidad sería contagiosa? No era algo por lo que ahora se preocupara. Sólo sabía que estudiar Impuestos se había convertido en el mejor momento del día, y el más esperado.


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Si había algo que Loly no había visto durante su estancia con Eleuterio era el dinero. Las cosas aparecían en la casa mágicamente: ¿quería revistas?, la mucama se las traía;¿quería ver películas?, llamaba a un número y le alcanzaban el DVD de su elección; ¿quería comida, o algo de un kiosco?, bastaba con levantar el teléfono y mencionar el nombre del Sr. Eleuterio Ríos. Pero lo que más ansiaba ahora que ya había conseguido todo lo demás, era algo para lo que todavía no existíad elivery: ir sola de compras y volver repleta de bolsas.

Por eso cuando encontró aquellos mil pesos olvidados en un cajón, casi saltó de alegría... ¡Era su oportunidad! Esa suma, que antes hubiera significado más de un año de sus mensualidades, ahora le resultaba tan poca cosa que estaba segura de que Elu no la iba a echar en falta.

Esperó a que la mucama se retirara, a la hora de la siesta, y se escapó por la puerta de la cocina. Eleuterio jamás la llamaba desde el trabajo, así que tenía seis horas de total libertad que quería disfrutar al máximo.

Una vez en la calle, (¡al fin!), tomó un taxi hasta el shopping más pequeño pero más exclusivo de BuenosAires. Para su sorpresa quedaba apenas a seis cuadras del departamento por lo que, cuando intentó pagar con uno de los flamantes billetes de cien que llevaba en la cartera, y dado que no tenía más dinero que aquello, el chofer la obligó a bajarse, luego de insultarla a los gritos. No era un buen comienzo, pero el lado interesante era que se había ahorrado los dos pesos del viaje.

Tampoco las compras propiamente dichas le fueron gratas. Se había enamorado de uno de esos vestiditos de primavera, (afuera hacía un frío glaciar), con precios del primer mundo e hilado y confección del tercero. Había entrado fascinada a comprarlo. Pero al intentar probárselo, había descubierto que el vestido no le entraba. Estar tanto encerrada, y con libre acceso a los chocolates, la había vuelto, no obesa, sino normal. Una chica con las curvas que debía tener una mujer.

—¿No hay otro talle? —suplicó.

—No —fue la tajante respuesta de la vendedora—. No, nuestras clientes no están interesadas en... —La observó de pies a cabeza con algo de desprecio antes de continuar—.No es nuestro target.

Loly la vio darle la espalda y volvió a mirarse al espejo. El vestidor, a diferencia de las boutiques en que siempre había comprado, era amplio y muy bien iluminado. Podía ver cada rollo que tenía, y también todos los que imaginaba...

¡Y ese cabello! Se sintió un poco miserable, pero le bastó mirar el reloj para descubrir que aún tenía cinco horas por delante.

Decidió entrar a una joyería para quitarse el fastidio. Pero, aunque pareciera increíble, esos mil pesos que posiblemente representaran más de la mitad de lo que su padre ganaba como médico en todo un mes, en aquel negocio parecía poca cosa. Descartó una pulserita de cuarenta gramos de oro blanco, y se inclinó por un modesto anillo. Para las cinco de la tarde ya había consumido la mitad de su dinero y apenas llevaba una bolsita que cabía en su cartera.

Cuando faltaban apenas dos horas para tener que regresar, ya se había aburrido. Sin amigas nada era lo mismo. Como último recurso, se sentó en la confitería de la planta baja para descansar y observar a los demás y, ¡por fin! ser contemplada y admirada.

Estaba pensando la forma adecuada de reaccionar en caso de que algún potrazo de los que circulaban por ahí se sentara a su mesa, cuando tuvo la sensación de que alguien le tocaba la espalda.

Miró sobre su hombro, y sintió que él mundo se venía abajo:

¡Cony! Constanza la miraba, incrédula.

—¡Ya decía yo que era svos! ¿Qué te hiciste en el pelo? ¡Te queda horrible! Y la ropa... ¿Es de tu mamá?

Por un instante Loly se sintió avergonzada, pero después recobró su orgullo. ¿Quién se creía aquella idiota, para burlarse? ¿Cómo se sentiría si ella le contara quién había pagado por todo eso que tanto le disgustaba? Pero Constanza continuaba con la burla.

—¡Ya sé! Te conseguiste un boludo para que te mantenga —y observando la gruesa pulsera que llevaba su amiga, agregó—. Y se ve que sos buena en la cama, porque el estúpido se pone de verdad.

Desde una perfumería, un chico muy joven y buen mozo llamaba a Constanza, así que ésta perdió interés en su presa.

—Es lindo ¿no?... Bueno, te dejo... ¡Y que lo aproveches! Estas cosas duran poco. A mi viejo, por ejemplo, ninguna le dura más de un mes o dos... ¡Ah! Y no te olvides que todavía tenés mi celular y me debés un espejo —gritó a modo de saludo final.

Loly la observó partir, y no pudo evitar sentirse desgraciada.


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Pedro no podía recordar cuándo había sido la última vez que un sábado se había ido a la cama temprano... y solo.

Aquel día había estado en el estudio hasta las cuatro dela tarde. Su nuevo trabajo era muy interesante, pero obviamente las cosas estaban menos aceitadas que en el estudio de su padre. Todo requería un esfuerzo extra. Sus horarios se extendían cada día más, y aunque no se quejaba porque era el primer interesado en vigilar que las cosas se hicieran a su manera, también estaba algo cansado.

Por fortuna había pasado el resto de la tarde estudiando con Mariana, lo cual le había permitido relajar tensiones, ya que ella tenía ese raro efecto en él.

Como se había acostado a las doce de la noche, el domingo se despertó solo, a la hora en que solía hacerlo para ir a trabajar. ¿En qué podía entretenerse un domingo a la mañana? Apenas eran las nueve, hora en que generalmente hubiera llegado a su casa para acostarse. Ahora, en cambio, tenía todo un día por delante.

Se vistió y fue hasta su auto. La mañana era soleada y cálida, anticipo de la primavera que estaba por llegar. Comenzó a dar vueltas, sin rumbo, pero para cuando se dio cuenta, ya había llegado al barrio de Belgrano.

No se suponía que se vieran con Mariana aquel día, recordó. Pero si la encontraba, podían ir a desayunar junto sy aprovechar para seguir estudiando. Ella le había dicho que solía ir a misa de diez... ¿o era de nueve?...

Cuando llegó a la Iglesia Redonda, se bajó del auto. Miró su reloj: eran las diez y media..., ¿estaría ella allí? Entró al Templo para buscarla. Se arrodilló, y luego hizo algo parecido a la Señal de la Cruz, aunque bien hubiera podido ser que simplemente se acomodara el cabello. Ya había olvidado esos rituales... Miró uno a uno a los que estaban allí, (¡increíble cuánta gente!), y se decepcionó al no encontrarla.

Ya estaba dispuesto a salir cuando dirigió una última mirada hacia el altar: era curioso, pero la idea de Dios se le mezclaba con el recuerdo del sol y la playa. Quizás porque la última vez que había tenido trato directocon Él, había sido durante su Primera Comunión. Y de eso sólo recordaba que se había comprado su primera tabla de surf con lo que le habían regalado entonces.

Cuando salió de la Iglesia, estaba decepcionado: ¿no iba a verla?; ¿por qué no había arreglado algo antes?, se reprochaba.

Cruzó la plaza en dirección a su auto. El sol daba un brillo especial al verde de los árboles. Se detuvo a mirar unas hojas, y entonces la vio.

Estaba sentada en un banco, los ojos cerrados, la cara al sol, distendida. Así debía verse cuando despertaba en la mañana, pensó él. Y la deseó intensamente.

Quedó allí, parado, mirándola a la distancia. Su cuerpo le reclamaba. No sólo quería pasar horas sentado junto a ella con un libro de por medio. Quería tocarla, quería besarla, sentirla estremecerse en sus brazos... ¿Le pasaría a ella lo mismo con él?Q uizás había llegado la hora de averiguarlo.

—¿Que hacés acá?

Aquella voz de mujer a su espalda le resultaba conocida. Acomodó su visión a la sombra, y pudo distinguir a la madre de Ana Clara. Más allá, su propia madre lo saludaba.

—¡Nos venís justo, chiquito! ¿Estabas ocupado?

—Bueno..., tengo que estudiar —mintió Pedro.

—¡Tonterías! Nadie estudia en domingo —pontificó su propia madre—. Además, ahí viene Anita.

Pedro levantó la mirada y, en efecto, ahí estaba Ana Clara. ¡¿Qué hacía aquella delirante madrugando a las once de un domingo?! Seguro que necesitaba algo gordo de la madre y por eso estaba haciendo tanta buena letra. Las tres mujeres lo envolvieron con su presencia y ya no pudo liberarse. De no tener planes pasó, en un santiamén, a tener una agenda completa. Marchando hacia el auto del brazo de Ana Clara, giró la cabeza para ver a Mariana por última vez, pero ella ya no estaba.

De nuevo se le había escapado.


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“Respirar luz”... era una frase de Anatole France que una vez le había mencionado la Hermana Clara. Y aquel día se respiraba luz.

Mariana tenía más alerta sus sentidos y estaba dispuesta a disfrutarlos. Primero había tomado algo de sol en la plaza, y ahora caminaba con paso tranquilo las seis cuadras que separaban la Iglesia de la pensión.

En el camino no pudo menos que confesarse que de nuevo se estaba obsesionando con Pedro. ¡Si incluso le había parecido verlo pasar en su auto! Otra vez estaba perdiendo el control.


mmmm que pasará mañana????

3 comentarios:

Anónimo dijo...

aiii me encantoo!! (L)

eso me pregunto yo, que pasara mañana? haber con que nos sorprendes mikita!! =D

esperoo el proximoo! =)

Un besoo! (K)

Marian Tosh!~ dijo...

porr favorr!

cuantaa vueltaa!

soy una mujer impaciente! e impaciblee! jajajaja

kierooo laliter!

jajajaa

besosss mikitaaaa!

Evee dijo...

Deje de leerla por dos dias y me encuentro con tremendos capitulos ! mmm quiero saber que pasara mañana :D Un besito !