Pasó, casi con descuido, para echar una nueva mirada. Sí, no había dudas, era Constanza Ríos. Pero, ¿qué hacía allí, a esa hora? El concierto en el Opera era a las nueve...¿Pedro no habría conseguido las entradas? ¡Imposible! Él siempre conseguía lo que quería... Además se las había pedido a esa solista con la que había tenido una historia hacía ya años. ¿Camila se llamaba la niña? Su grupo actuaba esa noche como “telonero” y Pedro la había llamado de inmediato al enterarse, (al guacho le gustaba sacar provecho de sus viejas conquistas) Por supuesto que Esteban no se había perdido detalle de semejante charla. Había escuchado la conversación por la extensión telefónica: era tan evidente que ella seguía enamorada de aquel idiota engreído, que de seguro le habría conseguido entradas, aunque fuera en el mismísimo escenario.
—¿Te pasa algo?
Esteban observó a María Pía, su acompañante, sin verla. Ya estaba aburrido de ella. No estaba a su altura. No era la heredera de nadie. No era nadie...
Su vista volvió a desviarse hacia Constanza Ríos. Ella giró la cabeza, y por un momento pudo ver su expresión. Sonrió satisfecho. Ahora entendía todo: el retardado de Pedro lo había vuelto a hacer... Plantar a una heredera por una putita de cuarta. Una cantante del montón que, según sabía por experiencia propia, dejaba mucho que desear en la cama.
—¿ De qué te estás riendo?
María Pía, la chica rubia que lo acompañaba, lo observaba sin entender.
Esteban no le contestó. Claro que tenía muchos motivos para reir...
Se imaginaba llegando al Estudio el lunes. En horario, tal como lo había hecho los últimos cinco años de su vida. Casi podía ver la cara ansiosa del Dr. Lanzani preguntándole a él por los resultados de la salida de su hijo con la chica Ríos. Y es que, siempre que el viejo quería saber algo de Pedro, le preguntaba a él, (para algo se habían criado juntos)
Imaginaba su propia cara al contarle, casi compungido, como había tropezado con ella en un lugar de moda, y como, al intuir su lógica furia por la estupidez de Pedro, había dejado fluir todo su encanto y enganche con las mujeres para conquistar a esa bebita malcriada, a esa rica heredera que abría las puertas del estudio a una cuenta demás de un millón.
Rió una vez más.
Podía ser cierto aquello de que “un Lanzani nunca pierde”, pero esa noche estaba dispuesto a demostrar que él, Esteban Franchinotti, podía ser, sin lugar a dudas, aún mejor.
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Mariana intentó concentrarse en la ley que tenía frente a sus ojos. Otro sábado a la noche que se iba a quedar estudiando. Levantó la cabeza y vio a las otras enfrascadas en su arreglo personal. Todas iban a salir, todas menos la gorda y ella, por supuesto. Y como tantos sábados a esa hora, el salón que servía las veces de comedor y biblioteca se convertía, por arte de ser el único cuarto de la pensión con buena luz, en una especie de salón de belleza, apto para tareas tan diversas como la depilación y el maquillaje.
Últimamente a Mariana la soledad le estaba pesando. Jamás había pensado en eso antes porque los sábados y domingos tenía que estudiar todo lo que no se había podido durante la semana. Pero ahora... Ahora sólo le faltaban dos materias para recibirse, y el tiempo había comenzado a alcanzarle y hasta a sobrarle. Y justo ahora que estaba a punto de lograr aquello por lo que había luchado toda su vida, justo ahora, comenzaba a darse cuenta de que estaba sola. Y no era que extrañara un hombre, (bueno, a veces, cuando sentía la presencia de algún compañero de facultada su espalda, o cuando miraba a una pareja besarse en la calle, y sus mejillas comenzaban a tomar color) No, no necesariamente era un hombre, un príncipe azul, el amor dela vida lo que necesitaba... No. Era sólo alguien que la esperara. Alguien, quizás, como la madre de Agustina, que sin conocer a su hija en lo más mínimo, la entendía, sin embargo, tanto. O como el padre de Constanza, que aún expatriándola a la pensión, no la dejaba ni un minuto sola. Alguien con quien poder ser una misma: ni la alumna perfecta, ni la empleada ejemplar, ni la compañera paciente y conciliadora. Una misma: callada, insegura, melancólica.
Una misma...
Por unos segundos se dejó vencer por la tristeza, pero de inmediato fue la imagen de Normita soplando sus axilas con desesperación para aplacar el ardor de la cera, lo que le arrancó una sonrisa. Ver sus ochenta quilos meciéndose al compás de una especie de danza india, en que cada pincelada de cera caliente era seguida por una letanía de malas palabras y saltitos de dolor, era algo realmente gracioso. Todas reían, incluso la misma Normita.
—¿De verdad no querés venir?
La voz de Agustina sonó desde atrás. Era evidente que se sentía algo culpable. La única vez que Mariana le proponía una salida, y la cosa se pinchaba.
—¿De verdad? —insistió.
—¿Y que voy a hacer yo con ustedes?
—Le digo a Ricardo que traiga un amigo y...
—¡No te metas en esa! —se metió Normita, con tanta vehemencia como si la invitación hubiera sido para ella—¡Seguro que el tipo es un pescado! Porque, ¡¿qué se puede esperar de un tipo que a las ocho de un sábado todavía no tiene programa?!
—¡Lo mismo que de una mina que a las ocho de un sábado todavía no tiene programa! —contestó Marita, otra de las pensionistas, sin levantar la mirada del espejo que apoyaba sobre su falda.
—Más grave que no tener programa a las ocho es no tenerlo a las nueve, así que es mejor que de una vez por todas dejes de ser tan cabezona y aceptes el ofrecimiento de Agustina. Además, si le hacés caso a la gorda...
Daniela no había terminado aún la frase, cuando ya Normita le estaba gritando. Se ponía como loca cuando la desvalorizaban.
Una vez más la casa era un conventillo. Aunque esta vez era por una buena causa. A pesar de ser muy cerrada, de tener ese tonito de superioridad, y de estar todo el tiempo hablando de Dios y la Iglesia, Mariana le caía bastante bien a todas. Quizás porque no se metía con nadie, (excepto con Cony, por supuesto), porque ayudaba en lo que podía, y en lo que no podía también, o porque, a pesar de ser tan bonita, no se “la creía”..., o quizás porque daba algo de pena verla siempre sola y estudiando, lo cierto era que todas querían que encontrara a alguien.
Y así, mientras Normita vociferaba a su contrincante ocasional, las demás intentaban persuadir a Mariana para que aceptara el ofrecimiento de su amiga.
Ricardo solía ir los sábados por la tarde a un club donde enseñaba a otros hijos de escoceses como él, las danzas tradicionales. Si ella no tenía prejuicios respecto de que un hombre fuera más rubio, tuviera el pelo más largo, o vistiera una falda más hermosa que la de ella, de seguro iba a encontrar una buena pareja entre los presentes.
Mariana se oponía con insistencia, más por costumbre que por convencimiento. Lo hacía a media voz, lo cual bastaba para incrementar los gritos de las otras.
Todo era un gran barullo, pero dos golpes en la puerta bastaron para que reinara el más absoluto silencio. Dos golpes era la señal acordada, en aquella casa de mujeres, para indicar que había un hombre en el interior de la pensión.
Flavia asomó por la puerta: —Che, yo ya me voy... Acá buscan a Cony. Es un tal...
Miró hacia el patio buscando confirmación.
Una voz clara y fuerte, demasiado conocida por Mariana, resonó en sus oídos
— Pedro —se escuchó decir.
¡Pedro! Un breve rumor corrió por la sala ni bien Flavia cerró la puerta. La extraña emoción de Constanza por esa salida había convencido a las muchachas de que ese tipo era algo especial. Y, por otro lado, todas, incluso Mariana o Agustina, le tenían miedo a Cony. Nadie quería molestarla. Sus venganzas eran famosas y su víctima favorita solía ser la gorda. Todas recordaban el cajón repleto de cucarachas, o el sapo recién aplastado entre las sábanas de la pobre chica... O, peor aún, cuando casi le había provocado un infarto a los padres de Marita, por hacer llamar a Bariloche anunciándoles la muerte de su hija. Constanza, si bien nunca tocaba lo sucio, era la mano negra detrás de toda calamidad de la casa. Su dinero, o su poder sobre los hombres, le permitía encontrar el verdugo adecuado. Y las penas que solía imponer habían ido creciendo en severidad a lo largo de los años.
Por eso, cuando Normita se apresuró a ponerse la blusa para salir a hablar con Pedro, todas se espantaron.
El rumor se convirtió en un fuerte murmullo: —¿Qué levas a decir, gorda?
Normita disfrutó el poder del momento y contestó, sin ocultar una sonrisa malévola
—Le voy a repetir lo que dijo “su novia”: que se iba porque no iba a esperar por semejante hijo de puta, con el“pito caído”, bueno para nada, que se dejaba coger por su padre y...
Las palabras salían de la boca de la muchacha como en borbotón. Eran la réplica exacta de lo que había dicho Cony, pero al no decirlas con furia, sonaban aún más ofensivas, si eso era posible.
—¡Te va a matar, gorda!
Pero “la gorda” estaba imparable. Quería venganza.
Las demás forcejearon con ella.
—Andá vos, que lo conocés —ordenó Agustina a Mariana, con autoridad, y todas, excepto Normita, la apoyaron.
—De ninguna man...
Mariana no había acabado de negarse terminantemente, cuando sintió un fuerte empujón y un remolino a su alrededor.
Cuando se quiso acordar, ahí estaba ella, del otro lado dela puerta y parada lo más cerca de Pedro Lanzani de lo que había estado en toda su vida.
Hoy es mi cumple!!!!!!!!!!!!
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