Comprender la maldad del juego de Juan Pedro le avivó nuevamente el genio. Él sabía exactamente lo que le pedía; en realidad contaba con que su miedo a la censura pública la desanimaría.
Ese pensamiento le sirvió para recuperar la serenidad. Cuando se enderezó y comenzó a arreglarse el pelo, se dio cuenta de que la rabia y el orgullo la habían impulsado a aceptar ese absurdo desafío. Ésas no eran emociones de las más piadosas, pero claro, tampoco ella era la más piadosa de las mujeres, por mucho que lo intentara. Una vez se hubo arreglado el pelo, salió del salón y de la casa y se dirigió a los establos a recoger su carreta tirada por un poní.
Todavía tenía tiempo para cambiar de opinión. Ni siquiera tenía que encarar al conde personalmente para reconocer su cobardía. Bastaba con que no acudiera al día siguiente y nadie, fuera de ella y Juan Pedro, sabría jamás lo que había ocurrido.
Pero tal como había dicho antes, el verdadero problema no era ella ni su orgullo, ni siquiera el tenaz egoísmo del conde; el problema era Penreith. Ese hecho le pesó con fuerza cuando llegó a la pequeña elevación de terreno y vio el pueblo. Detuvo la carreta y contempló los conocidos techos de pizarra. Era igual que cualquiera de otros cientos de comunidades galesas, con sus hileras de casitas de piedra en medio del exuberante verdor del valle. Pero aunque Penreith no tenía nada de extraordinario, era su hogar y conocía y amaba cada una de sus piedras. La gente era «su» gente, entre quienes había vivido toda su vida. Si le resultaba más difícil amar a algunos, bueno, de todos modos lo intentaba.
Una torre de planta cuadrada señalaba la iglesia anglicana, mientras que la capilla metodista, más modesta, quedaba oculta en medio de las casas. Desde allí casi no se distinguía la mina, que estaba más lejos valle abajo. La mina era con mucho la que más hombres empleaba en la zona. Era también la mayor amenaza para la comunidad, un peligro tan volátil como los explosivosque usaban a veces para abrir galerías.
Ese pensamiento le despejó la agitada mente. Bien podía ser que hubiera actuado mal sucumbiendo al orgullo y la ira, pero de todos modos los motivos para su misión eran válidos. Luchar por el bienestar del pueblo no podía ser malo; el desafío sería salvar su alma.
La clase-reunión semanal era la esencia de la comunidad metodista y el grupo de Mariana tenía su reunión habitual esa noche. Eso le iba muy bien, porque podría hablar con todos sus amigos al mismo tiempo. Sin embargo, mientras cantaban el himno de apertura, en el estómago se le formó un nudo de angustia.
Owen Morris, el jefe y guía del grupo, dirigió la oración. Después llegó el momento de que los miembros del grupo contaran las alegrías y experiencias que habían tenido durante los siete días pasados. Había sido una semana tranquila; demasiado pronto le tocó el turno a Mariana. Se puso de pie y miró uno a uno a los cinco hombres y seis mujeres.
En su mejor aspecto, las reuniones eran un modelo de alegre compañerismo cristiano. Después de la muerte de su padre, los miembros del grupo la habían ayudado a pasar por la dura prueba, así como ella había apoyado a otros en sus dificultades. Las personas reunidas en esa sala eran su familia espiritual.
Rogando que su fe en ellos no resultara defraudada, comenzó:
-Amigos, hermanos y hermanas. Estoy a punto de embarcarme en una empresa que espero beneficie a todo el pueblo de Penreith. Es algo inusual, incluso escandaloso, y muchas personas me van a condenar. Ruego a Dios que vosotros no.
Marged, la esposa de Owen y su mejor amiga, le dirigió una alentadora sonrisa:
-Cuéntanos. No creo que vayas a actuar de una manera que merezca nuestra censura.
-Espero que así sea.
Bajó la cabeza y se miró las manos entrelazadas. Su padre había sido muy querido por todos los metodistas del sur de Gales, y el respeto y afecto que él les inspiraba se había derramado en ella. Debido a eso, los demás miembros de la sociedad local le atribuían más méritos que los que se merecía. Levantó nuevamente la cabeza y continuó:
-El conde de Abordare ha regresado a su propiedad. Hoy fui a pedirle que usara su influencia para ayudar al pueblo.
-¡Fuiste a hablar con ese hombre! -exclamó horrorizada Edith Wickes, que jamás escatimaba sus opiniones-. Querida mía, ¿fue juicioso eso?
-Probablemente no.
Expuso un breve resumen del trato que habían hecho ella y Aberdare, sin referirse a cómo se sintió ella, al comportamiento del conde ni al hecho de que debía permitirle besarla una vez al día. Tampoco se sintió capaz de revelar la intemperancia de sus propias reacciones. Desprovista de esos detalles, la explicación no le llevó mucho tiempo.
Cuando hubo terminado el relato, sus amigos la estaban mirando fijamente con diversos grados de conmoción y preocupación. Edith fue la primera en hablar:
-¡De ninguna manera puedes continuar adelante con eso! -afirmó-. ¡Es indecente! ¡Será tu deshonra!
-Es posible -dijo Mariana levantando las manos en gesto de súplica-. Pero todos sabéis cómo están las cosas en la mina. Si existe una posibilidad de que lord Aberdare pueda cambiar la situación, tengo la obligación de conseguir su colaboración.
-¡Pero no al precio de tu reputación! El buen nombre es el mayor tesoro de una mujer.
-Sólo en sentido mundano -contestó Mariana-. El principal principio de nuestra fe es que cada persona debe actuar según su conciencia. No hemos de dejarnos detener por lo que podrían pensar los demás.
-Sí -intervino Marged-, pero ¿estás segura de que te corresponde a ti hacer eso? ¿Has orado al respecto?
-Estoy segura -mintió Mariana.
-¿Y si Aberdare arruina tu reputación y después no cumple lo prometido? -dijo Edith con ceño-. Sólo tienes su palabra, y por mucho título que tenga, ese hombre no es más que un gitano mentiroso.
-Para él el destino del pueblo es un juego -dijo Mariana-, pero se toma muy en serio los juegos. Creo que, a su manera, es honorable.
-No es un hombre para fiarse -bufó Edith-. Cuando niño era como un halcón loco, y todos sabemos lo que ocurrió hace cuatro años.
-En realidad no sabemos lo que ocurrió -intervino con su tono calmado y sereno Jamie Harkin, que había sido soldado hasta que perdiera una pierna-. Circularon muchos rumores, pero no se hizo ninguna denuncia en su contra. Recuerdo a Juan Pedro cuando era niño, era un muchacho decente. En todo caso -añadió moviendo la cabeza-, no me gusta la idea de que nuestra Mariana se aloje en la casa grande. La conocemos demasiado bien para saber que no se va a descarriar, pero los demás lo van a condenar. Podrías tenerlo muy difícil, muchacha.
Marged miró a su marido, que trabajaba en la mina de picador. Era una suerte que tuviera trabajo, pero ella no olvidaba jamás que ese trabajo era arduo y peligroso.
-Sería maravilloso si Mariana consiguiera convencer a lord Abordare de mejorar las condiciones de la mina -comentó.
-Sí que lo sería -exclamó Hugh Lloyd, joven que también trabajaba en la mina-. Maldito lo que les importa la mina al propietario y al administrador. Perdonadme, hermanas -añadió ruborizado-, lo que quería decir es que no les importa lo que nos ocurra a los mineros. Es más barato reemplazarnos que instalar nuevos equipos.
-Muy cierto -añadió Owen sombríamente-. ¿De verdad crees que esto es correcto, Mariana? Eres valiente para estar dispuesta a arriesgar tu buen nombre, pero nadie esperará que una mujer haga algo que ofenda su modestia natural.
Una vez más Mariana paseó su mirada por la sala, mirándolos a todos uno por uno. Conociendo su incapacidad, se había negado a dirigir el grupo, y jamás habría soñado con predicar, pero era maestra y sabía la forma de imponer respeto y atención en una sala llena de gente.
-Cuando los miembros de nuestra sociedad fueron perseguidos, mi padre arriesgó su vida para predicar La Palabra. dos veces casi lo mataron las multitudes, y llevó las cicatrices de esos ataques hasta el día de su muerte. Si él estuvo dispuesto a arriesgar su vida, ¿cómo puedo yo arredrarme ante algo tan mundano y frívolo como la reputación?
Sus amigos se conmovieron por sus palabras, pero continuaron dudosos. Deseosa de sentir que la apoyaban, añadió con tono persuasivo:
-Lord Aberdare no hizo ningún secreto del hecho de que su proposición no nacía de un... de un deseo ilícito, sino simplemente del deseo de librarse de mí. En realidad hizo una apuesta respecto a cuál sería mi reacción, y la perdió. -Tragó saliva y procedió a torcer la verdad, tanto que ésta casi se quebró-. Lo que creo es que una vez esté bajo su techo va a ponerme a trabajar como ama de llaves o tal vez de secretaria.
En todas las caras apareció el alivio. Un ama de llaves era algo bastante inocente. Edith fue la única que insistió:
-Ser ama de llaves no te salvará si a su señoría se le ocurren ideas. No por nada lo llaman el conde Demonio.
Reprimiendo una punzada de culpabilidad por haber dicho a sus amigos una suposición que bien podría resultar falsa.
Al final de la clase-reunion, no todos estaban conformes, pero el hecho de saber que siera un ama de llaves los hizo aceptar.
Puede resultar tediosaa la introducción, pero prometo apurarme al máximo con la novelaaaa
2 comentarios:
quieroo mas!!
estoy intrigada de como pasaran las cosas! cuando este en casa del conde, y el beso al dia jajaja
aunque no esten del todo de acuerdo al menos no han rechazado la idea.. de momento no perdera su reputacion..
espero el siguiente capi!!! =)
Besoss!
teff
por favorrrrrrrrr subimee otro capituliitoooo porfiporfi es domingo estoy al pedo y tengo k saber como continua esta historia ademas k el capi a sido muy cortitooo!!!!pporrfaddd
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