Para llegar a la boca del pozo tuvieron que dar la vuelta al cabrestante. Éste era un enorme eje vertical, parecido a una rueda de molino tumbada. Girada por un par de caballos, accionaba la chirriante polea que colgaba sobre el pozo principal.
En ese momento iba llegando arriba una espuerta llena de carbón. Dos obreros la movieron hacia un lado y vaciaron su contenido en una carreta. Mientras caía el carbón con estruendo en la carreta, de una cabaña salió un hombre mayor.
-¿Éste es tu visitante, Owen?
-Sí. Lord Aberdare, le presento al señor Jenkins, el encargado de todo lo que entra y sale de la mina.
Juan Pedro extendió la mano. Pasado un instante de asombro, el hombre le estrechó la mano y se tocó el ala del sombrero.
-Un honor, milord.
-Por el contrario, es un privilegio para mí visitar la mina. Trataré de no estorbar a nadie. -Miró la boca del pozo-. ¿Cómo se baja?
Jenkins detuvo una polea y emitió una risa ronca.
-Encienda la vela y agárrese firme de la cuerda, milord.
Juan Pedro miró con más atención y vio que la cuerda tenía unos lazos anudados a diferentes niveles.
-Dios santo, ¿así baja y sube la gente del pozo? Creía que el método habitual eran cajas metálicas.
-En las minas modernas sí -contestó Mariana.
Pero la mina de Penreith era primitiva y peligrosa, y justamente por eso él estaba allí. Observó a Owen, que encendió su vela, se metió en un lazo, se sentó y con una mano se cogió de la cuerda. Consciente de que estaba inclinado sobre un pozo de tal vez más de cien metros de profundidad, Juan Pedro hizo lo mismo. Ser un par del reino no le servía de nada ahí si no tenía el valor de hacer lo que todos los mineros hacían diariamente.
Instalarse dentro del lazo no le resultó tan difícil como ver a Mariana hacer lo mismo. Cuando la vio asomarse al abismo, nuevamente tuvo que tragarse sus instintos protectores.
La polea chirrió y comenzó a girar, y entraron en la oscuridad, colgados de la cuerda como una ristra de cebollas. Las llamas de las velas se agitaban con el aire ahumado que subía. Iban girando al descender y Juan Pedro se preguntó si alguna vez los mineros se marearían y se caerían. Mariana iba colgada un poco más arriba de él, de modo que él no apartaba la vista de su esbelta espalda. Si veía alguna señal de desequilibrio la sujetaría al instante. Pero ella iba tan tranquila como si estuviera tomando el té en su propia casa.
Cuando se perdió de vista la luz de la boca del pozo vio agrandarse un punto rojo debajo. Mariana le había dicho que en el fondo de la mina se encendía una hoguera, como parte del sistema de ventilación. Eso explicaba el humo y el calor del aire que iba aumentando alrededor; en realidad, iban bajando por una chimenea.
Miró hacia abajo y vio que el fuego había desaparecido parcialmente, tapado por un enorme objeto negro que subía a gran velocidad. Instintivamente se tensó, aunque sólo Dios sabía qué podría hacer para evitar el choque.
Con un explosivo impacto de aire el objeto pasó zumbando junto a ellos, y no golpeó a Owen sólo por centímetros. El minero ni siquiera pestañeó. Juan Pedro suspiró aliviado al ver que sólo era una espuerta con carbón. De todos modos, si la cuerda que los sujetaba hubiera oscilado más, alguno de ellos podría haber recibido un golpe. Desde luego, la mina necesitaba una polea accionada por vapor y cajas elevadoras.
Pasados unos minutos la velocidad de descenso aminoró y se detuvieron a unos metros de la rugiente hoguera de ventilación. Cuando se estaban liberando de los lazos, Juan Pedro observó que estaban en una enorme galería. A varios metros se veían figuras negras de polvo de carbón cargando otra espuerta para izar.
-Este lugar tiene una clara similitud con las regiones infernales que tanto le gustaba describir a tu padre -comentó.
-Yo diría que deberías sentirte en casa. Viejo Diablo -dijo ella sonriendo.
El también sonrió, pero ciertamente no se sentía en casa. Su mitad gitana ansiaba aire fresco y espacios abiertos, y eran justamente esas dos cosas las que escaseaban en una mina. Tosió y cerró los ojos para aliviar el escozor y recordó por qué la curiosidad nunca lo llevó a bajar allí cuando era niño.
-Vamos a ir a la cara occidental de la mina -dijo Owen-. En ese extremo no hay tanta actividad y podréis ver más.
De la galería principal salían varios túneles. Mientras avanzaban hacia el que los llevaría a su destino, iban sorteando carritos con ruedas llenos de carbón.
-Ésa es una vagoneta -explicó Owen cuando pasó el primero, empujado por dos adolescentes-. Tiene capacidad para cinco quintales de carbón. Las minas grandes tienen rieles para las vagonetas; facilitan el trabajo.
Entraron en un pasaje, Owen a la cabeza. Mariana y Juan Pedro cerrando la marcha. El techo no era lo suficientemente elevado para Juan Pedro, que no podía ir erguido. Advirtió un olor a humedad y piedra muy diferente del aroma a tierra de un campo recién arado.
-El gas es un gran problema -dijo Owen por encima del hombro-. En el fondo de las labores abandonadas se acumula un exceso de dióxido de carbono y puede asfixiar. El gas grisú es peor porque explota. Hay un hombre aquí que cuando el gas se hace demasiado denso entra a cuatro patas, lo enciende y se echa al suelo para que el fuego le pase por encima.
-¡Dios, eso es suicida!
-Sí -contestó Owen mirándolo por encima del hombro-, pero no es motivo para pronunciar el nombre del Señor en vano. Ni aunque sea un Lord -añadió con un guiño.
-Sé que siempre he sido algo profano, pero trataré de vigilar mi lengua -prometió Juan Pedro. Pensó que tal vez Mariana también encontraría ofensivo su lenguaje. Quizá tendría que comenzar a soltar juramentos en romaní-. Ahora que lo dices, he oído eso de quemar gas, pero pensaba que la práctica se había abandonado por peligrosa.
-Ésta es una mina muy tradicional, milord -dijo Owen con sombrío humor.
-Si me vas a reprender, vas a tener que empezar a tutearme de nuevo. -Se secó la frente con la manga de franela-. ¿Es imaginación mía o aquí hace más calor que en la superficie?
-No es imaginación -contestó Mariana-. Cuanto más profunda la mina, mayor la temperatura. -Lo miró por encima del hombro-. Está más cerca del infierno.
La sonrisa le duró a Juan Pedro hasta que pisó un objeto blando que chilló y salió huyendo. Al tratar de recuperar el equilibrio se golpeó la cabeza en el techo. Volvió a agacharse, lanzando una maldición en romaní.
-¿Te encuentras bien? -le preguntó Mariana volviéndose.
El se tocó la cabeza.
-Parece que el sombrero acolchado me ha salvado de destrozarme los sesos. ¿Qué fue lo que pisé?
-Probablemente una rata. Hay muchísimas por aquí.
-Y bastante osadas -añadió Owen, que también se había detenido-. A veces les quitan la comida de las manos a los muchachos.
Juan Pedro reanudó la marcha.
-¿A alguien se le ha ocurrido traer gatos?
-Hay varios -dijo Mariana-, Llevan vidas gordas y felices. Pero siempre hay más ratas y ratones.
Delante de ellos sonó un suave tintineo metálico, y cuando doblaron un recodo Juan Pedro vio que una puerta metálica cerraba el túnel.
-Huw -llamó Owen-, abre la puerta. Se abrió la puerta con un crujido y asomó la cabeza un niño pequeño, de unos seis años.
-¡Señor Morris! -exclamó con alegría-. Hacía mucho tiempo que no lo veía.
Owen le revolvió el pelo al pequeño.
-He estado trabajando en el lado este. ¿Qué tal la vida del encargado de la ventilación?
-Es fácil, pero me siento muy solo sentado a oscuras todo el día -dijo el niño con cara triste-. Y no me gustan las ratas, señor, no me gustan nada.
Owen cogió una vela, la encendió y se la pasó al niño.
-¿Tu padre no te deja traer una vela?
-Dice que son demasiado caras para un niño que sólo gana cuatro peniques al día.
Juan Pedro frunció el entrecejo. ¿Ese niño trabajaba en ese hoyo negro por sólo cuatro peniques diarios? Una atrocidad.
Owen sacó un caramelo del bolsillo y se lo pasó al niño.
-Te veremos cuando volvamos.
Pasaron por la puerta y continuaron por la galería.
-¿Qué demonios hace ese niño tan pequeño aquí? -preguntó Juan Pedro cuando ya el niño no podía escucharlos.
-Su padre le obliga -dijo Mariana con tono áspero-. La madre de Huw murió y su padre es un bruto borracho y codicioso que puso a trabajar al niño en la mina cuando sólo tenía cinco años.
-La mitad de los mineros debe su lealtad a la capilla y la otra mitad a la taberna -añadió Owen-. Hace cinco años nuestra Mariana se levantó en la capilla y dijo que el lugar de los niños es la escuela, no la mina. Se armó una buena discusión, pero antes de acabar el día todos los hombres presentes en la capilla Zion habían prometido no poner a trabajar a sus hijos antes de los diez años.
-Haría falta un hombre muy valiente para intimidarla. Ojalá yo hubiera estado allí -comentó Juan Pedro-. Bien hecho, Mariana.
-Hago lo que puedo -dijo ella apenada-, pero nunca es suficiente. Hay por lo menos doce niños de la edad de Huw en la mina, con el mismo trabajo, sentados todo el día en la oscuridad junto a esas puertas que controlan el paso del aire por las galerías.
Pasaron junto a un túnel cuyo paso estaba cerrado por un tablón clavado.
-¿Por qué está bloqueado ese túnel? -preguntó Juan Pedro.
Owen se detuvo.
-Al final, la roca cambia repentinamente y desaparece la veta de carbón. -Frunció el entrecejo-. Es extraño que esté cerrado.
-Tal vez aquí la acumulación de gas es particularmente mala -sugirió Mariana.
-Podría ser.
Continuaron caminando, pegándose a la rugosa pared cada vez que pasaban empujando una vagoneta. Llegaron al final del túnel. Allí, en un espacio estrecho de forma irregular, había varios hombres trabajando con picos y palas. Miraron con indiferencia a los recién llegados y continuaron trabajando.
-Éstos son picadores -explicó Owen-. Trabajan a lo largo de la pared, lo cual significa que a medida que extraen el carbón van dejando atrás los escombros y mueven hacia adelante los puntales para sostener el lugar de trabajo.
Observaron en silencio. Las velas estaban colocadas en diferentes sitios, sujetas con arcilla blanda, lo cual dejaba libres las manos a los picadores. Detrás de cada uno había una vagoneta para contener el carbón que sacaba, puesto que a los picadores se les pagaba según la cantidad de carbón extraído. A Juan Pedro le fascinó la forma en que se contorsionaban los hombres para llegar al carbón. Algunos estaban arrodillados, uno estaba echado de espaldas e incluso otro estaba doblado para llegar al fondo del filón.
Su mirada se detuvo en el picador de más al fondo del túnel.
-Ese hombre no tiene vela -comentó en voz baja-. ¿Cómo ve para trabajar?
-No ve -contestó Mariana-. Blethyn es ciego.
-¿En serio? -preguntó Juan Pedro incrédulo-. Una mina es un lugar muy peligroso para un ciego. Además, ¿cómo sabe si corta carbón o piedra de desecho?
-Por el tacto y por el sonido del pico al golpear -explicó Owen-. Blethyn conoce todos los rincones y recodos de esta mina; una vez, cuando una inundación nos apagó las velas, él nos guió a seis hombres hasta un lugar seguro.
-Es hora de poner otra carga -dijo uno de los picadores.
-Sí -dijo otro, enderezándose y secándose el sudor de la cara-. Bodvill, te toca poner la pólvora.
Un hombre grueso y taciturno dejó su pico, cogió un gran barreno manual y comenzó a perforar la roca. Los demás colocaron sus herramientas en las vagonetas y empezaron a empujarlas hacia atrás por el túnel. Los observadores se hicieron a un lado.
-Cuando el agujero es bastante profundo -explicó Owen- , se llena de pólvora negra y se enciende fuego en una mecha de combustión lenta.
-¿La explosión no puede causar un derrumbe?
-No, si se hace bien -contestó Mariana.
Al detectar tensión en sus palabras, Juan Pedro la miró extrañado y vio que ella también parecía a punto de explotar. Por un instante se preguntó por qué; entonces comprendió la respuesta evidente y sintió deseos de golpearse por tonto. Había medio olvidado que el padre de Mariana había muerto allí; su perfil rígido hablaba elocuentemente de cuánto le costaba estar en la mina. Juan Pedro deseó rodearla con sus brazos y decirle algo tranquilizador, pero reprimió el impulso. A juzgar por su expresión, ella no deseaba compasión.
El último picador que salió del lugar era un hombre rechoncho, muy musculoso, de mentón belicoso. Cuando pasó junto a los visitantes se detuvo y miró de soslayo a Juan Pedro.
-Eres el conde gitano, ¿no?
-Me han llamado así.
El hombre escupió hacia el suelo.
-Dile a tu maldito amigo lord Michael que vigile a Madoc. El amigo George vive mejor de lo que debería vivir cualquier encargado de mina.
Dicho eso el picador se volvió hacia su vagoneta y continuó empujándola por el túnel. Juan Pedro esperó a que se perdiera de vista.
-¿Crees que Madoc pueda estarse quedando los beneficios de la mina?
-No sabría decirlo -contestó incómodo Owen-. Ésa es una acusación muy grave.
-Eres demasiado bueno -le dijo Mariana-. Pon a un administrador codicioso al servicio de un propietario negligente y seguro que hay estafa.
-Si eso es cierto y Michael lo descubre -dijo Juan Pedro-, no me gustaría estar en el pellejo de Madoc. Michael siempre ha tenido un temperamento irascible.
Bodvill sacó el barreno y comenzó a llenar el agujero con pólvora negra.
-Es hora de que nos vayamos -dijo Owen-. Hay otra cosa que quiero enseñarte en el camino de regreso.
Cuando llevaban desandada una corta distancia, entraron por un túnel que desembocaba en una amplia galería cuyo techo estaba apuntalado por macizas vigas y pilares de base cuadrada. Owen levantó la vela para iluminar el lugar.
-Quería que vieras los pilares y el entibado. Generalmente las vetas más grandes se trabajan de esta manera. Tiene sus ventajas, pero es posible que la mitad del carbón se quede en los pilares.
Juan Pedro miró con interés uno de los puntales y vio que la rugosa superficie tenía el oscuro brillo del carbón.
-¡Cuidado con la cabeza, muchacho! -gritó de pronto Owen, tirándolo hacia atrás.
Un montón de piedras cayeron justo en el lugar donde había estado Juan Pedro. Estremecido, Juan Pedro miró el pedregoso techo.
-Gracias, Owen. ¿Cómo lo viste a tiempo?
-Las cuevas están hechas por Dios y son muy estables -dijo Owen con humor-; las minas, al ser hechas por el hombre, siempre se desmoronan. Al trabajar en una se aprende a estar con el ojo alerta a lo que hay encima. Se necesita ingenio y fuerza para ser minero.
-Mejor tú que yo -comentó Juan Pedro en el mismo tono-. Un gitano se moriría si estuviera obligado a trabajar aquí.
-Es fácil morir, demasiado fácil en esta mina en particular. -Owen hizo un gesto hacia la sombría caverna-. Madoc quiere comenzar a quitar estos pilares, para sacar más carbón de ellos. Dice que es un desperdicio dejarlos como están.
-¿Y eso no produciría un desmoronamiento del techo? - preguntó Juan Pedro ceñudo.
-Podría. -Señaló una de las vigas de madera-. Un buen apuntalamiento lo haría posible, pero Madoc no quiere gastar en madera más de lo imprescindible.
-El señor Madoc está comenzando a caerme muy mal, y ni siquiera lo conozco -comentó Juan Pedro con una mueca de disgusto.
-Espera a conocerlo -dijo Mariana con acritud-, y eso se convertirá en aversión pura.
-Esa afirmación no es nada cristiana. Mariana -la reprendió suavemente Owen-. Vamos, tenemos que irnos.
Lo siguieron hacia la salida de la galería.
-Tienes razón -dijo Mariana con tono arrepentido-. Lo siento.
Era hora de comenzar a pensar qué haría para el beso de ese día.
Cuando llegaron a la galería principal giraron en dirección al pozo de salida. Owen ladeó la cabeza.
-Se ha vuelto a estropear la bomba. Juan Pedro puso atención y comprobó que no se oía el ruido regular y distante de la bomba, lo que dejaba un profundo silencio.
-¿Eso ocurre con frecuencia?
-Una o dos veces a la semana. Espero que los ingenieros logren repararla rápido. Con todas las lluvias de primavera habrá inundación si la bomba está sin funcionar más de una o dos horas.
Owen reanudo el camino de regreso. Juan Pedro empezó a seguirlo y se detuvo al oír el sonido hueco de una explosión. Los espeluznantes ecos resonaron por todos los túneles y galerías, estremeciendo la roca del suelo.
-La carga explosiva de Bodvill -dijo Owen. De pronto Mariana se giró hacia el camino por donde habían venido.
-¡Escuchad!
Juan Pedro también se giró a mirar en la misma dirección. A unos sesenta metros había un recodo que bloqueaba la visibilidad, pero el aire se estaba comprimiendo de manera extraña y algo se precipitaba hacia ellos con un sonido líquido que no logró identificar.
Antes de que alcanzara a preguntar qué ocurría, apareció una enorme ola por el recodo, rugiendo hacia ellos a una velocidad letal.
-¡Subid a la pared y afírmaos allí! -gritó Owen tan pronto apareció la ola-. Yo intentaré salvar a Huw.
Se marchó corriendo y la luz de la vela se desvaneció.
Mariana cogió a Juan Pedro y lo tiró hacia el puntal de madera más cercano.
-¡Rápido! Tenemos que subir lo más cerca posible del techo.
Juan Pedro soltó su vela, cogió a Mariana por la cintura y la levantó cuanto pudo. Ella trepó buscando lugares donde afirmar los pies en los irregulares cortes de la roca, y Juan Pedro la siguió. La llama de la vela que ella llevaba en el ala del sombrero iluminó una concavidad en el madero que dejaba un espacio entre éste y la pared rocosa. Logró pasar por allí un brazo y con el otro rodeó firmemente a Mariana.
En ese momento los alcanzaron las violentas aguas, apagando la vela y sumergiéndolos totalmente. La corriente golpeaba con fuerza y Juan Pedro necesitó de todas sus fuerzas para mantenerse asido al puntal de madera. Los golpeó algo pesado y continuó su camino, y casi le arrebató a Mariana.